Introducción
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La industrialización del
S. XIX produce un profundo cambio de usos y costumbres de las gentes prácticamente inalteradas desde la Edad Media. Las fábricas dan lugar a una nueva burguesía de raíz urbana enriquecida con la producción en serie y la distribución comercial, y a un proletariado o masa de obreros asalariados, con características muy distintas de la nobleza de raíz rural y el campesinado, e incluso de los gremios artesanales afincados en las ciudades, aunque proporcionalmente estos sigan siendo mayoritarios.
En consecuencia, la sociedad se polariza en dos ámbitos diferentes: el mundo urbano representado por la burguesía que quiere distinguirse a través de los nuevos productos, y el rural apegado a las tradiciones y a sus medios de vida, prácticamente sin modernización alguna.
La vida rural se mantiene alrededor de la agricultura y la ganadería, practicada con los mismos aperos que ya se usaban en época romana y que han pervivido hasta la década de 1960. Su actividad doméstica se desarrolla en torno a la cocina, el punto caliente de la casa, cuyo ajuar en poco se diferenciaba del de siglos pasados. En cambio, en la ciudad, la sala era la pieza de la casa que simboliza el estatus de la familia y el escenario en el que se mostraban los símbolos de modernidad de la época ejecutados en los nuevos materiales de origen industrial.
Pero la industrialización tuvo un desarrollo muy desigual porque las grandes instalaciones fabriles necesitaban abundantes capitales para su funcionamiento, una red de comunicaciones que agilizara la comercialización de sus productos, y una unidad de moneda, pesas y medidas.
Y es que en España en el S. XIX se mantenía aún un sistema dispar y disperso de monedas y medidas de ámbito local mantenido desde la Edad Media, que evidentemente dificultaba el cualquier comercio. Hasta que después de diversos intentos, en 1849 se implantó el Sistema Métrico Decimal propuesto en 1791 por la Academia Francesa de las Ciencias y que no sólo tuvo como consecuencia el uso del metro, el kilo y el litro como unidades de longitud, peso y capacidad en sustitución de la vara, la onza y la arroba, sino la creación de la peseta como unidad monetaria.
Sin embargo, para crear una red viaria rápida y generalizada hubo que esperar al final del siglo con la construcción de los ferrocarriles. Hasta entonces el transporte se mantuvo en carro, algunos de gran tamaño como las galeras, y a lomo de caballerías.
La industrialización de La Rioja tuvo lugar en la segunda mitad del siglo con el inicio de la industria conservera y de elaboración de vinos de calidad en el valle. La industria conservera se localizó en torno a Logroño y en La Rioja Baja gracias a las nuevas técnicas de envasado en latas de hierro esmaltado, la hojalata, que se convirtió en un material barato, fácil de trabajar y apto para cualquier uso industrial o doméstico. Y en paralelo con la fabricación de envases, también se desarrollaron otras industrias o actividades, como la tonelería o la impresión gráfica de etiquetas.
En cambio, la Sierra sufrió un progresivo declive de su actividad textil por el hundimiento del precio de la lana y de la implantación de la industria textil de Cataluña, más dinámica, moderna y protegida, y mejor comunicada. Lo mismo ocurrió con la actividad metalúrgica de Ezcaray y su entorno, desbancadas por la gran industria siderúrgica de Vizcaya.
Así que, perdida la competencia, las actividades de transformación artesanal se convirtieron en eso, en artesanías de consumo local que han mantenido su trabajo manual hasta el último tercio del S. XX en campos como la alfarería, las fibras vegetales y cestería, y los textiles.
Los cambios y convulsiones del siglo XIX tuvieron como consecuencia, entre otras muchas, el nacimiento de un arte nuevo al servicio de una sociedad nueva. Es decir, hasta ese momento los grandes clientes de los artistas, y prácticamente los únicos, habían sido la Iglesia y la nobleza, y en consecuencia los temas generalizados eran los de carácter religioso, en menor medida el retrato y el bodegón, y sólo por encargo real los temas mitológicos o los de conmemoraciones recientes. El paisaje sólo existía como fondo o escenario de la escena principal.
Pero en el siglo XIX la ideología liberal inicia una política anticlerical que concluirá con las leyes de Desamortización eclesiástica de 1835 y supresión de órdenes religiosas, y por otro lado la reciente burguesía de raíz industrial e implantación urbana demanda nuevos objetos para demostrar su nuevo estatus. Y quizá el género que mejor representó ese cambio fue la pintura que, como la literatura, es la crónica gráfica de la época.
La pintura del siglo XIX del Museo de La Rioja procede en su mayoría de un depósito del Museo del Prado gracias al empeño del claustro de profesores del Instituto General y Técnico y de la mediación de Amós Salvador y Rodrigáñez, diputado y senador por Logroño y ministro de varias carteras.
Desde 1865 en que se instituyeron las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, el Estado venía comprando los cuadros premiados en ellas para hacer una colección de arte contemporáneo que se exponía en los museos provinciales bajo la tutela del Museo del Prado.
Al Museo de Logroño llegaron entre 1902 y 1922 seis lotes de pintura enviados mediante otras tantas Reales Ordenes, y a través de estos cuadros y de otros adquiridos por otras vías podemos repasar los nuevos temas que abordaron los pintores del siglo XIX: la pintura de historia, el realismo y el paisaje.
Desde el siglo XVIII la Real Academia de Bellas Artes de Madrid había establecido como prueba obligatoria para su ingreso el desarrollo de un tema de historia, y en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes había una sección específica para él. En estos cuadros no sólo se planteaba una representación pictórica, sino que se valoraba en igual medida la base documental en que se apoyaba para la recreación lo más fidedigna posible de la escena, sus personajes y su ambiente, a veces en formatos de enormes dimensiones. A este género pertenecen La muerte de Séneca de Epifanio Barruso, La muerte del Gran Capitán de Manuel Crespo, o La Jura del Gobernador de Santo Domingo de Francisco Cisneros.
Con igual grado de espíritu documental se desarrolló la pintura realista que retrataba ambientes, hábitos, y situaciones de la vida cotidiana, en una doble propuesta de temática costumbrista llena de tipismo local, amable y colorista, y otra de crítica social que denunciaba las desigualdades y las dramáticas experiencias de los más pobres. En la colección del Museo de La Rioja abundan los primeros: El chiquillo de José Pueyo, La toilette, de Federico Godoy y Castro, Pelusa de Carlos Verger y Fioretti, o Un ciudadano más de José Bermejo. Pero Inclusero de Rafael de la Torre Estefanía, del mismo año, narra la terrible situación de la madre que tiene que entregar a su hijo en la inclusa por no poder alimentarlo, e igual dramatismo puede desprenderse del interior del hospital que evoca Pobre padre mío de Ramón Pulido.
Con el mismo deseo de narración de la realidad se desarrolla ahora el paisaje, sobre todo a partir de la llegada en 1860 de Carlos de Haes a la cátedra de paisaje de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. A partir de él, los pintores sacan los caballetes al campo y toman sus escenas del natural, como Una carballera en Asturias de Manuel Ramos Artal, y Árboles en flor, 1884, y Primavera, 1901, de Agustín Lhardy.